La afición qatarí (y el pueblo musulmán) celebraron la victoria de Marruecos sobre España en los octavos de final de la Copa del Mundo de Qatar 2022.
Mustapha viste un traje impecable e inusual para las altas temperaturas de Doha: saco, pantalón y corbata negra. Y suda, suda muchísimo, porque el calor apenas desaparece por la noche y porque Marruecos amenaza a España. Grita cada contragolpe como si la vida se le fuera en él. Grita y manotea y se desgarra la garganta. Ziyech pierde la pelota a campo abierto con Laporte; el bramido ronco retumba por las callejuelas de Souq Waqif. A Mustapha ahora le brotan cascadas de las sienes. Y llegan los penaltis. Detiene Bono uno, el segundo pega en el poste, y el tercer también termina en las manos del arquero del Sevilla. Mustapha sale disparado de su silla, se abraza con un imitador de Messi y baila el guateque con las manos apuntando al cielo, el saco negro en vaivén, y la impecable camisa desfajada ya. Qué más da. De una bolsa hace aparecer una gorra roja que muestra el nombre de su país bordado en hilo verde: Morroco. ¡Morroco, my friend!, saluda con su mano empapada, como si la hubiese sumergido en una cubeta llena de agua, y sus ojos inyectados de la más pura algarabía.
Mustapha tomó los callejones de Souq Waqif como decenas, cientos, miles de musulmanes que sintieron el triunfo como propio. Y es que Marruecos es, ahora, no solo la única sobreviviente del mundo árabe en la Copa del Mundo; es su estandarte. Por Souq Waqif, un zoco vibrante y laberintico que huele a manzana y comino por el que ya no se miran las oleadas de aficionados de semanas atrás, desfilaron banderas argelinas, palestinas, egipcias, qataríes y, claro, marroquíes, bajo una misma proclama: ¡Al-Maġrib! Marruecos es ahora la selección del pueblo musulmán. Subía y bajaba por el callejón principal, el que conecta la Mezquita Fanar con el acaudalado y moderno barrio de Mshereib, un carnaval musulmán por el que Mustapha, móvil en mano, se dejó llevar. El tamborileo, las banderas palestinas que dictaban el camino, el desfile que reunía adeptos mientras seguía su curso hasta llegar al gigantesco pulgar de oro que brota del corazón de Souq Waqif. La noche apenas ha comenzado.
Los claxons resuenan por todo Doha. Por la Wadi Mshereib Street pasan, uno tras otro, automovilistas exultantes que hacen vibrar sus bocinas hasta Alá las escuche. Las banderas rojas y la estrella verde que cuelgan de las ventanas de los coches. La marroquí y la argelina que se funden en un abrazo mientras cruzan la calle hacia Mshereib, abriéndose paso entre los bólidos desaforados y el bullicio. Apenas se escuchaban las conversaciones por aquel camino. La fiesta seguía en la estación del Metro de Mshereib: los marroquíes danzantes en pleno intercambio de líneas, música a capela, mientras la estricta policía qatarí solo observaba sonriente. Doha ya parecía Rabat en las horas previas del partido, cuando la afición marroquí había copado Souq Waqif antes de trasladarse en masa a Education City. Tras la clasificación, no hay mayor duda. Doha es roja. Doha es Rabat. Y Casablanca. Y Tánger. Y Marrakech. Y Marruecos es todo el mundo árabe ahora.
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